lunes, noviembre 02, 2009

Cumpleaños


Su cumpleaños había sido deslucido, como siempre, por no decir que había pasado completamente desapercibido. A sus cincuenta, se consideraba un fracasado, y había llegado a la conclusión de que todo estaba bien; que se merecía todo lo que le hubiera pasado, y que quizá ya fuera hora de irse a dormir.

Sí. La idea de dormir un sueño eterno le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo, pero hasta el momento lo había considerado como el último recurso de un perdedor. Y al fin y al cabo ¿no era él mismo un perdedor? También estaba la cuestión de cómo hacerlo. No sólo era un perdedor. También era un cobarde indeciso.

Un cobarde indeciso que le tenía miedo a vivir y... también a morir.

Si sobrevivía —se preguntaba—, si conseguía vivir unos años más ¿qué le esperaba? ¿Cómo sería su muerte al final? ¿Cómo serían sus últimos momentos? ¿Se asfixiaría en sus propios fluidos o lo haría entre nauseas y dolores insoportables? Todo en torno suyo aparecía lúgubre y oscuro, y las gentes que compartían el vagón de tren en el que volvía a casa un día más tenían también un aspecto derrotado, triste, totalmente a juego con sus pensamientos. Sólo una pareja frente a él parecía encontrarse abstraída y flotando en su propia nube. Ah, y un hombre que no paraba de pergeñar cosas en una libreta que mantenía en equilibrio sobre su regazo.

«Veamos... cosas positivas de morir —reflexionaba—. Dejar de existir, quizá reunirse con aquel perro, muerto en la mesa de operaciones, al que tanto quería pero al que dejó morir por no tener la entereza de poner sus manos sanadoras sobre su lomo.

A ver, cosas negativas: el momento de la decisión. El minuto heroico. Saltar, hacer ¡rass! con la cuchilla, obligarse a tragar todas aquellas pastillas. Y el dolor... ¿podré soportarlo?».

De una cosa estaba seguro, todo el mundo conseguía morir, aunque le costara más o menos. Estaba, por ejemplo, ese arrollamiento del que hablaban por megafonía. Quizá se tratara, precisamente, de un suicida cuya decisión de última hora estaba provocando retrasos en toda la línea. Entonces, pudo ver su reflejo desdibujado en uno de los cristales de las puertas del vagón. Más gordo de lo previsto, calvo, perfectamente invisible para cualquier mujer. Quizá ni siquiera eso: desagradable.

Bajó al andén maquinalmente, como un alma en pena, arrastrando los pies para ir a reunirse con una masa de seres anónimos. En su casa, le esperaba una esposa a la que no amaba, y que le despreciaba. Si enviudaba, la convertiría en una mujer feliz. Debería apuntar eso en la columna de cosas positivas.

¿Los niños? Había vivido buenos momentos con ellos, naturalmente. Pero el momento de la separación emocional había llegado hacía tiempo, y ya no sentía más esa opresión en el pecho cuando estaba fuera de viaje y llevaba tiempo sin verlos. De hecho, a veces, los odiaba. También ellos le habían perdido el respeto. Lo daban todo por hecho y no comprendían a cuantas cosas había renunciado él por el bienestar de los suyos, incluidos todos y cada uno de sus sueños de juventud.
Por ejemplo, podría tener un pequeño velero; un coche de lujo; viajar; tener amantes. Si tenía dinero, a las mujeres ya no les importaría su alopecia ni su sobrepeso. Pero, en lugar de eso, vestía unos pantalones raídos, unos zapatos desgastados y una camisa de mercadillo. Era un perfecto hombre de familia, bar y fútbol en la tele los domingos por la tarde.

Pero él no era así en realidad. Se trataba de un arriesga-do aventurero siempre en pos de nuevas experiencias que, por avatares de la vida, residía ahora en un diminuto pisito insertado en uno de innumerables bloques en un suburbio de la gran ciudad. Y cada día, al hacer el camino de regreso a casa, al aproximarse a la gran mole de pisos de simétrica y lineal monotonía, se preguntaba si aquello era, después de todo, cuanto podía esperar de la vida.

Cuando por fin llegó a casa, le sorprendió la extraña quietud que reinaba. No oía la televisión en la que su mujer solía ver el culebrón de la sobremesa. Los niños aún estaban en el colegio. Al traspasar el umbral, sus ojos se posaron en un bulto que yacía silencioso en el suelo, en la penumbra.

Sobresaltado, sobreponiéndose a la impresión, comprendió que se trataba de su esposa y se abalanzó hacia ella gritando su nombre, como si al hacerlo pudiera conjurar todos los males.

Tomó su cara con las manos y comprobó que estaba manchada de una sangre oscura y fría. Miró a su alrededor, en busca de causas para todo aquello. Nada. Un cable atravesaba el pasillo. No debería estar ahí. Una lámpara caída, rota, un poco más allá.

La ambulancia tardó unos pocos minutos en llegar, que le parecieron siglos. Mientras esperaba, colocó la cabeza de su mujer sobre su regazo, acariciándola como a una muñeca. Dios, ¡cuánto la quería! Si salía de aquella, si sobrevivía, podrían ser felices para siempre. Eso era todo cuanto deseaba él en aquel momento. Sin darse cuenta, se encontró a si mismo rezando sin saber a quién.
Como en respuesta a sus súplicas, poco a poco, la mujer volvió en sí. Sus ojos se entreabrieron y, al hacerlo, lo primero que vieron fueron las lágrimas de su marido.

Luego, siguieron horas muy tensas para él, imaginando lo qué podría estar pasando al otro lado de la pared en el servicio de urgencias del hospital al que la llevaron, respondiendo a la ansiedad de sus hijos insistiendo que su madre estaba bien, pero que aún no le dejaban verla.

Y por fin, de madrugada, casi amaneciendo, pudo por fin ver a su mujer con una venda en torno a la cabeza. Cansada, pero feliz. Un pequeño traumatismo, un desgraciado accidente doméstico, aunque sin consecuencias.

Se miraron el uno al otro como aquella primera vez en el bar de la plaza donde se conocieron, con ternura y amor contenidos.

Algunas horas más tarde, la besó dulcemente mientras volvían a casa. El sol brillaba ahora con inusitada fuerza, mientras todos los pájaros del parque insistían a su paso en que la primavera había llegado.

Aquella noche, cenaron solos en un pequeño restaurante a orillas del mar. No deseaba nada más en el mundo.

Era el rey.